18
Nov
08

LAS CÁMARAS OLVIDADAS

Soy un enamorado de la tecnología y de las facilidades que los bits nos han ofrecido desde hace varias décadas ya. Al principio con los básicos videojuegos de aquellos inolvidables ochenta y poco después con el procesado de textos; ya no había que dejar sorda a media familia por los teclazos de mi vieja Lettera de Olivetti. La máquina italiana de escribir de la que ya, posiblemente, no se encuentren rollos de tinta tenía más inconvenientes que ventajas respecto a cualquier ordenata. El WordPerfect acabó con ella de forma radical. Pues ahí vamos. Los rollos se terminaban pronto, por no decir que ese que parecía de la CNT por ser rojinegro a mitad tendía a terminarse antes por el negro, por lo que no podías darle la vuelta para reutilizarlo. A cambio había tenido la posibilidad de escribir algún título o mensaje resaltado y colorado. Y por supuesto, no había número uno (era la ele minúscula) y muchas veces, al pasarte con la velocidad, se juntaban dos varillas o más y se encasquillaba irremediablemente el negocio.

Y eso es lo que pasaba con casi todo. La tecnología había evolucionado en miles de años para dejarnos herramientas que nos facilitaban la vida, aunque a veces fuesen un poco torpes (si lo vemos con la perspectiva del a posteriori, que en el fondo no tiene mérito como criterio). Lo más grave de estos asuntos, y es el nexo de unión con la fotografía, era la nula capacidad de enmienda de los errores. Una falta de ortografía, una mala redacción o simplemente un pulso de las teclas inadecuado mandaba directamente a la porra un folio entero. No había posibilidad de arreglarlo, a no ser que se considerase la aberrante opción de tachar con guiones, ocultar tras el futuro amarillento del fluido corrector o incluso raspar con una cuchilla de afeitar. En cualquiera de los dos últimos casos ya no había forma de encajar las letras en la línea, por lo menos con la exactitud del párrafo original.

Los carretes de 35 mm tenían un defecto similar, si bien la corrección sólo era factible para auténticos profesionales del retoque. Así, el valor de la fotografía era el testimonio del momento, sólo descubrible en el momento del revelado. Al principio recuerdo que mi abuelo revelaba en el estudio, manualmente, las películas en blanco y negro; las que eran en color tenía que enviarlas a otro laboratorio que disponía de máquinas reveladoras en color. Ya era «un escalón» diferente el revelado automático de las fotografías en color, realizado de forma impersonal. Los revelados en blanco y negro eran, como he comentado, manuales, de forma que podían corregirse algunos pequeños errores de exposición y de ese modo darle al resultado final un toque de calidad. Mi abuelo era (ya está jubilado) retratista ante todo. Un fotógrafo de estudio a todas, buscando los mejores ángulos para favorecer a las personas y jugando con toda la compleja instrumentación luminosa llena de paraguas, focos y flashes separados de la máquina. Así «dibujaba» con la luz. El retoque de las fotografías lo hacía a lápiz, directamente sobre los clichés o el papel, con una precisión que ahora veríamos imposible sin la ayuda de un ordenador.

No olvido tampoco la emoción de ir a revelar un carrete para ver qué es lo que iba a encontrar. Al principio no había muchas dudas, sobre todo con las máquinas compactas automáticas; el problema venía cuando utilizaba una manual, ya que había que tocar varios parámetros para conseguir una fotografía que no desmereciese demasiado. En ese momento de la recogida del sobre era normal llevarse alegrías y decepciones, a medias al principio y más alegrías contando con más experiencia. Ahora, sólo hay que borrar la que no nos guste y repetir la toma las veces que sea necesario para conseguir lo que queremos. Incluso, si no nos termina de convencer, podemos tocar algún que otro nivel con programas de retoque para dejar la foto tal y como la deseemos.

Por eso quizás quedan olvidadas y oxidadas buenas cámaras, que en su día fueron caras y envidiadas. Ahora sólo queda el recuerdo del sonido del obturador.


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